En las manos del niño, el pincel traza aquello que el adulto ya no es capaz de ver sin prejuicios ni tabúes. Hasta hace pocos años, entendía la pintura como un espacio selecto, refinado, pleno de exclusividad y de elegancia. Hoy, la pintura es para mí el camino de vuelta a los orígenes; es el inicio de un viaje desconocido e imprevisible donde la niñez está muy próxima y los recuerdos, constantes. En esta travesía aprendí a esquematizar las figuras y los cuerpos que percibía, buscando su esencia más pura y genuina. Empecé a intimar con los colores y a tener una visión más clara de aquello que hacía sin necesidad de ser brillante ni de intentar cosas que no me veía capaz de crear. Aquel nuevo estilo era ingenuo, limpio, suave como la seda, y venía cargado de una sensación de extraña comodidad donde las ambiciones eran sencillas y, sobre todo, honestas: así fue como las composiciones vivas e infantiles —prietas de figuras básicas y de estampados estridentes— eliminaron de mi mundo las exigencias del rigor y de la perfección. Empecé a crear ciegamente, liberado del peso de cualquier imposición formal y académica. Todo venía de dentro, sin mirar afuera: «no pensaba en el arte mientras lo hacía. Lo veía después» (Jean-Michel Basquiat).
Muy pronto, este arte intenso e imprudente tomó el control de mi brazo y adquirió vida propia, ajeno a mi voluntad. Sabía que algo estaba a punto de pasar a cada cuadro que empezaba, pero nunca sabía qué sería el resultado. Había una cosa preciosa en todo esto: en el fondo, creo que no solo empecé a pintar como los niños, sino que empecé a pensar cómo ellos, sin planificar, sin mesurar, sin preocuparme... «He llegado, por fin, a ser el que quería ser de grande: un niño» (Joseph Heller).
Inauguración: 1 de octubre a las 19 horas